Salgo a la calle a dar un paseo,
¿para qué?
Detesto el ensordecedor ruido
de la prepotencia de la gente.
Me incomodan sus modales,
su forma de hablar y de mirar.
No me gustan las personas
de donde yo vivo.
Les oyes conversar y reina la incultura,
a lo mejor soy yo el detestable,
no lo sé.
Sé que ellos me repelen.
No alcanza su vista más allá
de sus incoherentes pensamientos,
todos hablan de sí mismos
y fingen escuchar a los otros.
Me paran por la calle
y quieren convencerme de que
la fe y la religión
son más fuertes que la filosofía.
No sé si reír o intentar convencerles
de que abran los ojos.
Qué triste es vivir controlado
y creerte libre
gracias a lo que los titiriteros
te ofrecen para que ignores
tu condición y no luches
por ti mismo.
Alguien se manifiesta pacíficamente,
hablas con ellos
y dicen ser revolucionarios
pero no quieren luchar.
Incomprensible.
Un hombre se queja porque dos hombres
se besaron en la plaza
y les llama repugnantes.
Momentos después él insulta
a su mujer y le trata
como si fuera de su propiedad.
Ella no reacciona.
A lo lejos un patriota
grita mientras mastica un kebab:
"iros a vuestro país".
Sigue masticando.
Un joven es arrastrado
por las garras del fascismo
y es condenado a una vida
de prejuicio e ignorancia.
La gente sigue mirándome,
mientras ellos andan, yo escribo
mirándoles y eso parece
resultarles extraño.
Tres adolescentes se ríen
de una chica por la calle
por tener las caderas anchas
y ésta se acompleja día a día.
Un obrero despedido
grita con orgullo el nombre
del país que le explota
y luce sonriendo su bandera.
No sabe que pronto
será desahuciado por
los que dicen poner orden
en nombre de su país.
Las palomas se espantan,
y yo, impasible,
aumento mi disgusto
por estar aquí cada día.
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