viernes, 27 de septiembre de 2013

Odio justificado a la calle.

Salgo a la calle a dar un paseo,
¿para qué?
Detesto el ensordecedor ruido
de la prepotencia de la gente.

Me incomodan sus modales,
su forma de hablar y de mirar.
No me gustan las personas
de donde yo vivo.

Les oyes conversar y reina la incultura,
a lo mejor soy yo el detestable,
no lo sé.
Sé que ellos me repelen.

No alcanza su vista más allá
de sus incoherentes pensamientos,
todos hablan de sí mismos
y fingen escuchar a los otros.

Me paran por la calle
y quieren convencerme de que
la fe y la religión
son más fuertes que la filosofía.

No sé si reír o intentar convencerles
de que abran los ojos.
Qué triste es vivir controlado
y creerte libre

gracias a lo que los titiriteros
te ofrecen para que ignores
tu condición y no luches
por ti mismo.

Alguien se manifiesta pacíficamente,
hablas con ellos 
y dicen ser revolucionarios
pero no quieren luchar.

Incomprensible.
Un hombre se queja porque dos hombres
se besaron en la plaza
y les llama repugnantes.

Momentos después él insulta 
a su mujer y le trata
como si fuera de su propiedad.
Ella no reacciona.

A lo lejos un patriota
grita mientras mastica un kebab:
"iros a vuestro país".
Sigue masticando.

Un joven es arrastrado
por las garras del fascismo
y es condenado a una vida
de prejuicio e ignorancia.

La gente sigue mirándome,
mientras ellos andan, yo escribo
mirándoles y eso parece
resultarles extraño.

Tres adolescentes se ríen
de una chica por la calle
por tener las caderas anchas
y ésta se acompleja día a día.

Un obrero despedido
grita con orgullo el nombre
del país que le explota
y luce sonriendo su bandera.

No sabe que pronto 
será desahuciado por 
los que dicen poner orden
en nombre de su país.

Las palomas se espantan,
y yo, impasible,
aumento mi disgusto
por estar aquí cada día.

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